OTOÑO
Regreso
a casa. Anoche llovió y el suelo sigue húmedo. La calle, más bien estrecha,
tiene a los lados chalets con pequeños jardines a cada cual más curioso. Los
árboles de las aceras son olmos. El color amarillo colorea los arbustos y le
gana terreno a las hojas de los árboles. Las que están por el suelo embellecen
las aceras grises y el asfalto negro.
Camino
despacio bajo un cielo algo encapotado. A unos cien metros de mi casa hay un
barrendero trabajando en la acera de mis vecinos de enfrente. Lleva un chaleco
y pantalones verdes de plástico con el distintivo del ayuntamiento. Sus
aparejos de trabajo son una escoba amplia, una pala y un pequeño carro con dos
cubos negros. Está debajo de un árbol frondoso del que caen lentamente pequeñas
hojas amarillas, que como copos de nieve le rodean. Según me acerco observo que
recoge con parsimonia dos montones bien apiñados que tiene a su lado.
—Hola,
buenas tardes.
—Las mismas tenga usted.
—¿Mucho trabajo?
—Pues ya ve… —responde y deja su
tarea.
—Vaya..., debe ser aburrido ¿no?
—Depende, a mí me gusta.
—Pero si mañana tendrá que recoger casi
las mismas... —le digo interrogante.
—No se crea —añade sin sombra de
queja. Alza la vista hacia la copa del árbol y asegura con cierto humor:
—Mañana serán menos, ¿ve usted?