UN
DÍA ETERNO
Nació
como todas y alcanzó pronto la madurez. La hortensia se sabía una de las más hermosas
del pequeño jardín repleto de flores de distintas especies. Alguien se ocupaba
de ellas con extremado cuidado. De un tiempo a otro, aquel mismo personaje
recogía las que habían llegado a su mejor momento, hasta que no le cabían más
en las manos.
Un día la hortensia sintió el
afilado hierro hacia la mitad del tallo. Junto a otras, el puñado de flores pasó
de mano en mano por diversas estancias todas desconocidas. Manos que las trataban
con suavidad. Eligieron las más hermosas, entre las que se encontraba ella, y
las pusieron a los lados de una caja cubierta con una tela fina decorada con
dibujos regulares de encaje. Se hizo de noche. Una pequeña lámpara iluminaba
parte de la sala.
Al amanecer, un calor cercano hizo
que perdieran poco a poco su brío y aroma, durante la hora y media que
permanecieron expuestas a ese calor. Una mano rugosa las apiñó y formó un
manojo que tiró al fondo de algo circular abierto en la parte superior. Allí se
sentían morir. Se arrugaban y perdían los pétalos. La hortensia se resistió. Hizo
esfuerzos por mantenerse abierta y, aunque sabía que su fin era el mismo,
esperó en la oscuridad. De pronto, una luz intensa inundó aquel espacio junto a
un aroma desconocido para ella. Todas retomaron su aspecto anterior. Una mano
las recogió con suma delicadeza.
Trasplantadas en una tierra
esponjosa, la hortensia recuerda el tacto de aquella mano y las dulces palabras
de agradecimiento. Estaban un jardín cuyos límites no divisaba y donde la
belleza lo envolvía todo.
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