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lunes, 3 de noviembre de 2014

EL BARRENDERO

OTOÑO

Regreso a casa. Anoche llovió y el suelo sigue húmedo. La calle, más bien estrecha, tiene a los lados chalets con pequeños jardines a cada cual más curioso. Los árboles de las aceras son olmos. El color amarillo colorea los arbustos y le gana terreno a las hojas de los árboles. Las que están por el suelo embellecen las aceras grises y el asfalto negro.

          Camino despacio bajo un cielo algo encapotado. A unos cien metros de mi casa hay un barrendero trabajando en la acera de mis vecinos de enfrente. Lleva un chaleco y pantalones verdes de plástico con el distintivo del ayuntamiento. Sus aparejos de trabajo son una escoba amplia, una pala y un pequeño carro con dos cubos negros. Está debajo de un árbol frondoso del que caen lentamente pequeñas hojas amarillas, que como copos de nieve le rodean. Según me acerco observo que recoge con parsimonia dos montones bien apiñados que tiene a su lado.
          
            —Hola, buenas tardes.
            —Las mismas tenga usted.
            —¿Mucho trabajo?
            —Pues ya ve… —responde y deja su tarea.
            —Vaya..., debe ser aburrido ¿no?
            —Depende, a mí me gusta.
            —Pero si mañana tendrá que recoger casi las mismas... —le digo interrogante.
           —No se crea —añade sin sombra de queja. Alza la vista hacia la copa del árbol y asegura con cierto humor:
            —Mañana serán menos, ¿ve usted?

martes, 28 de octubre de 2014

EL ARPA

ESTHER

Transcurrieron meses de intenso trabajo. La misma habitación, los mismos muebles, casi la misma luz cada día. Comenzar y recomenzar a tocar las mismas notas en las cuerdas que se escurrían entre los dedos de su arpa fue el continuo reto de Esther, hasta que dominó las partituras elegidas. Idéntico camino recorrió María, una amiga con quien alterna su trabajo en la orquesta.

      Esther tenía veinte años. Era impetuosa y de extraordinaria delicadeza con sus dedos. Asistía por primera vez a un concurso de tal envergadura. María había participado otras veces. Era dos años mayor que ella, más práctica y de manos ágiles.

    Las dos salieron ganadoras en España y competirían en el concurso anual que se celebraba en Múnich para los aspirantes a la Orquesta Joven de Europa.

            Un día antes de dicho evento se instalaron en casa de Fernando, musicólogo y amigo común. Esa tarde cenaron fuera de casa y regresaron hacia las diez. Esther entró en su habitación. Se quitó los zapatos, desabrochó los botones de los puños, cogió el arpa e interpretó con suavidad una canción popular de cuna.

            El teatro estaba casi lleno. Tenía cuatro pisos y capacidad para unas mil personas. Había centenas de lámparas en forma de araña con pequeñas bombillas. El escenario de moqueta azul estaba adornado de flores y en el medio lucía un arpa dorada con destellos como de diamante.
       En un momento las pequeñas bombillas se apagaron al tiempo que el escenario cobrara vida con la luz de los focos. Una mujer vestida de gala dio la bienvenida al público y participantes. A continuación, habló sobre la tradición del concurso e hizo un breve comentario sobre la carrera musical de la veintena de candidatos.

            Detrás del quinto concursante Esther salió al escenario inundada de luz. Saludó al público y mientras cogía el arpa se oyeron algunos aplausos. De las tres piezas que debía interpretar reservó la mejor para el final.

          Como más tarde le comentaría a María, después de la primera se sintió segura, olvidó al público y el lugar donde estaba.

             Iba por la mitad de la última, cuando de pronto hubo un apagón. Voces de asombro e inquietud llenaron el local. Esther dejó el arpa con tranquilidad y esperó. Un hombre vestido de noche salió al escenario, que se mantenía en penumbra con las luces de emergencia y rogó unos minutos hasta que los técnicos repararan el fallo. Se alzaron los murmullos. Insinuó cortésmente a Esther si podría improvisar algo. Ella pareció dudar y aceptó. Secándose la frente pidió silencio para escuchar a la concursante. Unos aplausos apagaron las voces. Silencio. Esther continuo donde se había detenido.
            María le comentó más tarde el ambiente que se creó. Ella parecía una estatua brillante con su traje blanco, los retocados de oro y el arpa. La música lo llenaba todo. Incluso en ciertos momentos hubo voces contenidas de alegría y de asombro —algo que ni Esther recordaba.
            Los focos se encendieron a los cinco minutos. No hubo un solo movimiento. Esther siguió hasta que se trabó en un compás a poco de finalizar. Se detuvo unos instantes. Tomó aliento y continuó aún a sabiendas de que el premio ya no estaba a su alcance. Los aplausos llenaron el foro cuando terminó. Muchos se pusieron en pié y desde los palcos le arrojaron flores. Cogió una y la besó. De pie junto al arpa saludó al público. Mientras se ocultaba tras el telón se cruzó con María. Un intenso saludo y su amiga entró al escenario. El aplauso fuerte y sostenido hizo que saliera dos veces a dar gracias al público.
            Junto con los demás concursantes esperaron el fallo del jurado mientras a lo lejos escuchaban el arpa. Una joven irlandesa fue la premiada.
            Aquella noche, Fernando y sus dos amigas asistieron a la fiesta de clausura en un lujoso hotel. En la sala de baile estaba el arpa en una esquina. Había un colorido ramo de flores con una tarjeta donde solo ponía: Gracias Esther.

miércoles, 22 de octubre de 2014

LA HORTENSIA

UN DÍA ETERNO

Nació como todas y alcanzó pronto la madurez. La hortensia se sabía una de las más hermosas del pequeño jardín repleto de flores de distintas especies. Alguien se ocupaba de ellas con extremado cuidado. De un tiempo a otro, aquel mismo personaje recogía las que habían llegado a su mejor momento, hasta que no le cabían más en las manos.

     Un día la hortensia sintió el afilado hierro hacia la mitad del tallo. Junto a otras, el puñado de flores pasó de mano en mano por diversas estancias todas desconocidas. Manos que las trataban con suavidad. Eligieron las más hermosas, entre las que se encontraba ella, y las pusieron a los lados de una caja cubierta con una tela fina decorada con dibujos regulares de encaje. Se hizo de noche. Una pequeña lámpara iluminaba parte de la sala.
     
     Al amanecer, un calor cercano hizo que perdieran poco a poco su brío y aroma, durante la hora y media que permanecieron expuestas a ese calor. Una mano rugosa las apiñó y formó un manojo que tiró al fondo de algo circular abierto en la parte superior. Allí se sentían morir. Se arrugaban y perdían los pétalos. La hortensia se resistió. Hizo esfuerzos por mantenerse abierta y, aunque sabía que su fin era el mismo, esperó en la oscuridad. De pronto, una luz intensa inundó aquel espacio junto a un aroma desconocido para ella. Todas retomaron su aspecto anterior. Una mano las recogió con suma delicadeza. 

     Trasplantadas en una tierra esponjosa, la hortensia recuerda el tacto de aquella mano y las dulces palabras de agradecimiento. Estaban un jardín cuyos límites no divisaba y donde la belleza lo envolvía todo.